El Homo sapiens moderno quedó fraguado en el crisol de la evolución hace aproximadamente 180.000 años. En opinión de los expertos, nuestra especie surgió como resultado de la evolución de diversas poblaciones africanas de Homo erectus, homínido que llevaba dos millones de años caminando sobre la Tierra. Hace unos 50.000 años tuvo lugar lo que, en opinión de muchos antropólogos, fue el cambio evolutivo decisivo para que el Homo sapiens compitiese exitosamente en términos ecológicos con el resto de especies: la creación/ perfeccionamiento del lenguaje.
El lenguaje sentó las bases – el software diríamos en la actualidad – para constituirnos como el primer animal simbólico en 3.500 millones de años de evolución de la vida sobre la Tierra. La capacidad de representar-nos la realidad en nuestra propia mente, de duplicar la realidad por medio de símbolos, sentó los cimientos de un desarrollo vertiginoso en los ámbitos de la tecnología y la cultura. Ambas contribuyeron decisivamente, en una relación de retroalimentación positiva, a crear redes sociales cada vez más amplias, sofisticadas y complejas que permitían la ayuda mutua y la solidaridad entre miembros cuyos lazos se establecían sobre contenidos y significados simbólicos, no ya sólo de parentesco.
La capacidad de prever el futuro, de imaginarlo, de planificarlo fue nuestra arma evolutiva decisiva, infinitamente más poderosa que las afiladas garras de los leones, la fortaleza muscular de los mamuts, la astucia de los lobos, la velocidad de las gacelas o la adaptación al clima casi polar de los períodos glaciares propia de nuestros primos humanos los neandertales.
Posteriormente, hace 10.000 años, el Homo sapiens protagonizaba en las llanuras de Mesopotamia la principal revolución en cuanto a su dominio de las fuerzas de la naturaleza: la agricultura. La producción de cosechas permitió, con la generación, acumulación e intercambio de excedentes, la creación de asentamientos estables humanos, dando progresivamente fin a nuestra etapa de cazadores-recolectores. De ahí vendrían luego las ciudades, la creación de los Estados y la invención de la escritura, con la que, por convención, situamos el inicio de la Historia.
Hace apenas tres siglos se producía un nuevo salto cualitativo en el dominio de las fuerzas de la naturaleza por parte de nuestra especie: la Revolución Industrial. El control tecnológico de la energía contenida en los combustibles fósiles – carbón, petróleo y gas – permitió liberar enormes fuerzas productivas que actuaron como poderoso motor de la expansión de la población humana. Así, en un suspiro de 300 años, hemos pasado de 600 millones a los 6.800 millones de personas que somos en la actualidad. Y como el momentum demográfico aún no se ha detenido, caminamos imparablemente hacia los 9.000 millones a mediados del presente siglo XXI.
La explosión de la población humana ha sido tan radical, la utilización de recursos naturales tan masiva y la generación de residuos y contaminación tan abrumadora que la biosfera que nos acoge y a la que pertenecemos ha comenzado a desgarrarse. La especie humana se ha convertido en lo que algunos ecólogos han denominado una fuerza planetaria. La civilización hiper-tecnológica surgida de la Revolución Industrial y que domina en la actualidad ha alterado el clima global del planeta. Ha perforado la capa de ozono que protege la biosfera de los rayos ultravioletas. Ha contaminado químicamente los suelos, ríos, mares y océanos. Ha sembrado la Tierra con más de 40.000 armas nucleares de destrucción masiva. Ha generado residuos radioactivos cuya actividad se extenderá por períodos de tiempo más propios de la geología que de la historia humana.
La desertización resultante de erróneas prácticas antrópicas se ha extendido por la superficie del planeta, a un ritmo de 60.000 km2 anuales. El doble de superficie de selvas tropicales – auténticos pulmones de la Tierra – desaparece cada año bajo el impacto del hombre. Y lo más importante, la diversidad biológica del planeta está desapareciendo a una velocidad tal – entre 100 y 1000 veces superior a la de los tiempos prehumanos – que muchos especialistas hablan ya de la sexta Gran Extinción.
Hoy como ayer, el Homo sapiens es un animal simbólico. La cosmovisión que ha permitido la aparente victoria de nuestra especie sobre la naturaleza está basada en el molde conceptual de separación/ dominio del hombre respecto al mundo natural. Nos vemos como una especie separada, diferente, superior al resto. Somos los reyes de la creación, como se dice en algunos de los Grandes Libros y estamos aquí para dominarla. La naturaleza no nos proporciona sentido y significado, sólo recursos. La Tierra no es ya la portadora de un significado simbólico fuerte, Gran Madre, como lo ha sido en las cosmologías de numerosas culturas tradicionales. Es, simplemente, ese amplio espacio lleno de objetos inertes en el que levantamos las fábricas y las grandes superficies, construimos las autopistas, edificamos los chalets, extraemos los minerales, llenamos de gases nocivos y saturamos de deshechos.
Nuestra civilización nos ha desprovisto de los recursos simbólicos, es decir de los arquetipos emocionales profundos que diría el psicoanalista Karl Jung, capaces de hacernos conectar con y, por tanto, sentir y preservar a la Tierra de la que formamos parte y de la que inexorablemente dependemos. Nuestra civilización tecno-industrial se ha configurado en torno a un sueño fáustico de largo alcance y hondas consecuencias. Hemos aceptado vender nuestra alma a las fuerzas oscuras del inconsciente a cambio de un progreso material aparentemente ilimitado, entendiendo por “alma” ese espacio interior de sabiduría compasiva que nos mantiene en conexión significativa con el resto de la vida.
Aparentemente, hemos triunfado. Somos una especie ecológicamente exitosa. Hemos alcanzado los océanos más profundos y las montañas más elevadas. Hemos llegado a la Luna y nuestros artefactos han abandonado incluso el sistema solar. Apenas quedan rincones en el planeta en los que no sea claramente perceptible la huella humana. Pero, en el camino, hemos perdido uno de nuestros tesoros más valiosos. El sentido de pertenencia, de conexión, de participación en el Cosmos que nos rodea y del que formamos parte. En consecuencia, en medio de la aparente victoria del Homo sapienssobre la naturaleza, se perciben los ecos de la crisis ecológica global que hemos puesto en marcha. Es como si, paradójicamente, caminásemos de victoria en victoria hacia la derrota final.
El poder creador del ser humano surge de la fuerza de su universo simbólico. Los recursos de los que nos dotamos en la noche de los tiempos para poder competir y triunfar en la evolución se mostraron altamente valiosos, pero la sombra proyectada sobre la biosfera por nuestro actual poder se cierne como una nube oscura sobre nosotros mismos. Al igual que no percibimos el movimiento de la Tierra porque estamos inmersos en él, nos cuesta percibir la gravedad de la crisis ecológica porque estamos plenamente sumergidos en su proceso y nos cuesta adoptar la perspectiva amplia, global y a largo plazo que requiere esa mirada.
Si de verdad queremos perdurar necesitamos un salto en nuestra conciencia. Un salto equivalente al que supuso la creación del lenguaje y que nos permitió sobrevivir hace 50.000 años a la durísima competición ecológica de aquellos tiempos ancestrales. Si queremos que futuras generaciones de seres humanos puedan seguir disfrutando plenamente de la vida sobre la Tierra hemos de modificar las bases mismas de nuestra relación con la biosfera.
El maestro zen Musô Soseki escribió en el siglo XIII una frase al final de su libro Diálogos en el sueño que ha sido muy celebrada en el seno de esa tradición: “¡El sol resplandece a medianoche!”. Vivimos tiempos difíciles. Esperemos que nuestra sabiduría profunda se eleve como un sol a medianoche y nos despierte del sueño fáustico en el que permanecemos peligrosamente dormidos.