Existe en la actualidad un gran consenso científico sobre el cambio climático que ya está afectando a nuestro planeta y sobre la causa del mismo: las emisiones de gases de efecto invernadero (principalmente CO2) generadas por la actividad humana y principalmente debidas al consumo de energías de origen fósil como el carbón, el petróleo y el gas. En la actualidad voces autorizadas como la el especialista en clima James Hansen se atreven a pronosticar que nos quedan no más de 10 años para poder invertir el proceso de cambio climático si es que realmente queremos dejar a nuestros hijos un planeta similar al que nosotros hemos disfrutado. Independientemente de que nos quede una década o que la naturaleza sea algo más generosa y nos dé algo más de tiempo, lo que sí es indudablemente cierto es que necesitamos actuar con urgencia para disminuir de un modo drástico las emisiones mundiales de carbono.
Una simple mirada a lo que ocurre a nuestro alrededor sirve para constatar fehacientemente que el sistema de precios de mercado que utilizamos para asignar los recursos no funciona adecuadamente para atajar el grave problema ambiental al que nos enfrentamos. El mercado asigna un precio al carbono (o a la tonelada de CO2 equivalente emitida) ridículamente bajo y las empresas, las instituciones y, también, los ciudadanos lo emitimos o, incluso, lo despilfarramos sin ningún tipo de remilgo y, por supuesto, sin pensar en las consecuencias.
La pregunta es qué podemos hacer y cómo podemos motivar a los agentes económicos y sociales a actuar de un modo responsable respecto al cambio climático. La respuesta es relativamente sencilla, si bien puede ser difícil de articular en la práctica. Tenemos que adecuar el precio actual del carbono a su precio real. Esto es, un precio que integre los impactos económicos previstos del cambio climático.
De este modo, nos pensaríamos mucho el coche que compramos y no estaríamos asistiendo a la furia desenfrenada por los モtodo terrenosヤ insaciables de combustible, apagaríamos la luz cuando no la necesitamos y cambiaríamos todas la lámparas por otras de bajo consumo y, por supuesto, reduciríamos la temperatura de la calefacción pues seguramente podemos sobrevivir con dos o tres grados menos de media.
Pero más importante aún, con el precio real del carbono, se investigaría muchísimo más en renovables y se instalarían muchos más parques eólicos, minicentrales hidroléctricas y otros sistemas avanzados de ahorro y generación limpia de energía. Las centrales térmicas de carbón estarían bien clausuradas porque además de no casar con nuestros compromisos de Kioto ni mucho menos con los principios y compromisos de la política ambiental, no serían económicamente viables.
Pero me temo que la adecuación de los precios con ser una cuestión fundamental no es la única que precisamos. Nuestra sociedad precisa de un cambio radical en la forma de pensar y en su esquema de valores si es que realmente desea conservar el planeta y desde mi punto de vista son tres los puntos clave.
El primero de ellos, consumir sostenible que de un modo práctico significa apostar todo lo que podamos por los productos locales y afrontar el desbordante crecimiento en la utilización de envases y embalajes. Todo ello redundará en importantes reducciones en el consumo de materias primas y productos y en ingentes ahorros energéticos tanto en los procesos productivos de fabricación de los bienes que consumimos, como en el transporte de los mismos hasta el consumidor final.
El segundo, rompamos la terca tendencia urbanística a la que recientemente nos hemos incorporado que nos lleva a un modelo en el que la vivienda aislada, el chalet adosado y los núcleos urbanos de baja densidad están cobrando un protagonismo inusitado en detrimento de nuestro patrón tradicional de personas que viven alrededor de un centro urbano compacto y dinámico que es la base de nuestras relaciones culturales, sociales y económico comerciales.
Nuestra sociedad no es todavía realmente consciente de los elevados costes económicos, sociales y ambientales del nuevo modelo que nos esclaviza al coche, exige enormes inversiones en carreteras, dificulta y en muchos casos hace imposible el transporte público, artificializa y consume suelo natural, precisa de mucha más energía por persona y multiplica los costes de la provisión de servicios públicos de todo tipo.
Finalmente, cerremos los ojos e imagínenos nuestras ciudades y nuestros pueblos sin coches, con un espacio público ganado por y para los ciudadanos, poniendo en valor a las personas y sus relaciones sociales. Esto que cada vez nos parece más utópico ya que la tendencia es justo la contraria, es perfectamente factible y muchas ciudades de Europa con problemas de tráfico más importantes que los nuestros (Londres, Singapur, Oslo, etc.) ya han andado el camino con éxito indiscutible. Limitémonos a copiar la experiencia de los pioneros, nuestra salud y la de nuestros hijos nos lo agradecerá y evitaremos la emisión de muchas toneladas de carbono a la atmósfera.