“Si continúa la tendencia, las consecuencias para nuestra salud serán imprevisibles”. Esta frase podría pertenecer al informe sobre cambio climático aprobado por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) el pasado viernes en Bruselas, pero proviene de un estudio de la Academia Norteamericana de las Ciencias publicado en 1976. En aquel año, los satélites de la NASA acababan de confirmar un hallazgo insólito: había un agujero en la capa de ozono, justo encima de la Antártida, y tenía el tamaño de Europa.
Nuestras conciencias se sacudieron al saber que el hombre era responsable del fenómeno, ya que el origen estaba en el uso industrial de unos gases conocidos como CFCs. Cuando la sociedad y los políticos conocieron las consecuencias, como aumentos en los casos de cáncer de piel, de cataratas, etcétera, entendieron su gravedad y decidieron actuar. EE UU fue el primero, prohibió los CFCs en su territorio y presionó para ratificar el Protocolo de Montreal que tenía como objetivo reducir su uso global en un 50%. El resultado de la aplicación del tratado fue que la producción de CFCs disminuyó un 90% en el formidable periodo de 10 años. El principal problema ambiental de la década estaba bajo control y, hoy en día, la ONU cree que la capa de ozono se recuperará lentamente en los próximos 50 años.
La recuperación de la capa de ozono mediante una limitación en las emisiones es reconocida como un éxito de la política ambiental internacional, y nos muestra la senda a seguir ante el problema del cambio climático. Ésta vez nos enfrentamos a un problema más complejo. Los científicos creen que si actuamos con cierta rapidez podríamos detener el aumento de la temperatura entre los 2 y 3 grados centígrados, aunque tendremos que adaptarnos a los cambios puestos en marcha. Existen al respecto tres barreras que están dificultando el camino y que tenemos que superar.
La primera es la aversión que los gobiernos sienten ante los costes de mitigación. Reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es costoso, ya que supone reducir el consumo de carbón, petróleo y gas natural. Para los CFCs existían alternativas que permitían una reducción barata y rápida, pero en el caso de los combustibles fósiles, no es sencillo, al menos en el corto plazo. Una opción es una mayor eficiencia energética -producir lo mismo con menos energía- pero, para ello, se necesita tiempo para poder acumular capital y realizar las inversiones. La otra opción es desplazar el consumo energético hacia fuentes poco intensivas en CO2 como la eólica, la solar o la biomasa, pero estas tecnologías representan todavía una pequeña fracción del consumo total y son más caras. Además, mientras el ozono afectaba a industrias concretas, los combustibles fósiles son utilizados por todos los sectores económicos, desde el transporte a la generación de electricidad, pasando por la industria y la calefacción en viviendas.
Según Naciones Unidas, los costes anuales de cumplir el Protocolo de Kioto se situarán entre un 0,3% y un 1,5% del PIB en 2010. En el caso de España, este impacto supone cerca de 8.000 millones de euros anuales, lo que equivale al gasto social en Educación, Sanidad y Cultura juntas. Estos impactos sin precedentes desbordan la capacidad de las agencias ambientales y asustan a muchos gobiernos que ven comprometidos sus deseos de crecimiento económico. Sin embargo, aunque los costes de mitigación sean elevados, tendremos que afrontarlos porque los daños sino serán mayores . El Informe Stern, recientemente presentado por el Gobierno del Reino Unido, advierte que si no controlamos las emisiones, los daños podrían alcanzar un 5% del PIB mundial, e incluso un 20% en el peor -pero también posible- de los escenarios.
La segunda barrera es que la existencia de incertidumbres nos lleve a la inacción. Para medir la capa de ozono disponíamos de modelos muy fiables, pero en el caso del clima la predicción es más compleja. Aún así, los expertos creen que sabemos lo suficiente como para estar preocupados. No nos parecería extraño, por ejemplo, que un doctor recomendase ejercicio y dieta saludable a un paciente con riesgo cardiovascular, aunque no entienda por completo los mecanismos que podrían desencadenarle un ataque al corazón. Al igual que con nuestra salud, la incertidumbre no debería impedirnos actuar, en todo caso debería hacernos más precavidos.
La tercera barrera es que la falta de cooperación entre los países haga fracasar el Protocolo de Kioto. Cuando en 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, EE UU ejerció de líder y, aunque inicialmente lo suscribieron 24 países, después se sumó el resto. En esta ocasión, el Protocolo de Kioto tiene el apoyo de 162 países, pero faltan EE UU y Australia, lo que debilita el alcance del acuerdo y el esfuerzo del resto de países por cumplirlo. Para superar esta situación, la UE ya ha dado el primer paso y ha anunciado que reducirá en mayor proporción sus emisiones -un 20% para 2020- y que, si el resto de países le acompañan (en clara referencia a EE UU), intentará alcanzar el 30%.
Otro aspecto esperanzador es el empuje mostrado por muchas ciudades y regiones de todo el mundo que, bajo el lema ‘piensa en global, actúa en local’, están desarrollando sus propias políticas. California, por ejemplo, se ha comprometido a reducir sus emisiones un 80% para 2050 y el Congreso de EE UU, en manos ahora de los Demócratas, ha dotado de competencias al resto de Estados para hacer lo mismo. Estos y otros hechos podrían hacer que la posición oficial de EE UU ante el Protocolo de Kioto cambie.
El cambio climático es un problema ambiental de primer orden, y la mitigación de las emisiones que lo producen podría ayudarnos a controlarlo. Tenemos que superar las barreras que nos impiden avanzar, reforzar el papel central del Protocolo de Kioto y hacerlo más ambicioso de cara a su renegociación en 2012. La tarea no es sencilla, pero el ejemplo de la recuperación de la capa de ozono nos da una esperanza.
Publicado en El Correo el 13/04/2007