Todos tenemos bastante claro que “invertir” y “gastar” son conceptos radicalmente distintos. En ambos casos se trata de desembolsar una cantidad de dinero, con la diferencia de que en el primero lo hacemos para obtener un rendimiento futuro y, en el segundo, se trata simplemente de satisfacer una necesidad perentoria sin más. Tanto es así que en el caso de las empresas, inversiones y gastos se anotan de modo muy diferente en su contabilidad, mientras las primeras van al balance y forman parte del patrimonio de la empresa, los segundos se registran directamente en la cuenta de resultados.
Pues esto que parece tan evidente, se confunde casi a diario cuando se trata del sector público con consecuencias muy importantes. “Reducir elgasto público sin diferenciar los tipos de gasto” se ha convertido en el objetivo central de la economía europea, que desde Bruselas marca estrictas pautas de consolidación fiscal a las economías nacionales (control estricto del déficit público y del volumen de deuda). Los países y lógicamente también España, no les queda más remedio que seguir la senda marcada para equilibrar sus presupuestos. Desde el punto de vista político, esto se está convirtiendo en un sofisticado e imposible ejercicio de malabarismo circense en el que con menos ingresos y con posibilidades muy limitadas de endeudamiento hay que hacer frente a unos gastos sustancialmente mayores: mayor número de desempleados y crecientes necesidades de asistencia social.
Como es lógico, esta urgente y alocada carrera lleva a tomar decisiones precipitadas y recortar indiscriminadamente, porque en la rendición de cuentas lo que realmente importa es el saldo final del presupuesto. Como un sabio funcionario me decía ya hace tiempo: “lo complicado en la Administración Pública es “colar” una nueva partida en el presupuesto porque cuando ya ha entrado, lo realmente difícil es que te la supriman”. La fuerte resistencia al cambio hace que lo posible se anteponga a lo importante y estratégico. Así, las primeras partidas que caen de los presupuestos públicos son las que dependen de contratos con el sector privado y todo tipo de programas de subvenciones para personas, familias, instituciones, empresas, grupos de investigación… Y esto es así, sencillamente porque técnicamente y en la práctica son fáciles de suprimir sin grandes traumas para la estructura propia de la Administración: rescindir, recortar o simplemente no contratar con terceros y/o eliminar o disminuir el alcance de los programas de subvención (menor número de beneficiarios o menor subvención por expediente).
Sin embargo, la característica principal de estos epígrafes es que muchos de ellos no son gastos sin más, sino que se corresponden con inversiones públicas y, si bien es cierto que con su recorte se contribuye a la consolidación fiscal a corto plazo, se corre el riesgo de hipotecar seriamente el crecimiento futuro. Es preciso e imprescindible diferenciar, pues mientras que sí puede resultar lógico acomodar los gastos corrientes a los ingresos corrientes, paralizar/sacrificar inversiones en base a criterios de control del déficit público es la mejor receta para un completo suicidio colectivo a largo plazo. Y me temo que esto es lo que estamos realmente practicando.
Por supuesto, no todas las inversiones son lo mismo y no se trata de acumular inversiones porque sí con un planteamiento en el que el péndulo pasa de la austeridad absoluta, a una política de estímulo en la que lo que cuenta es “invertir por invertir” en una malentendida política keynesiana que no conduciría más que a profundizar en el abismo en el que nos encontramos. Como en el sector privado, las decisiones de inversión pública deberían estar sometidas a un escrupuloso, riguroso e independiente análisis de rentabilidad que sirva de guía de actuación. De modo creciente se están oyendo demandas para que el Banco Europeo de Inversiones financie activamente inversiones en infraestructuras, pero no nos equivoquemos de nuevo porque el problema de Europa, y muy en particular de España, no es de capital físico y cemento en lo que estamos muy por encima de nuestros competidores, sino de intangibles, de materia gris y de talento ámbitos en los que ya antes de la crisis íbamos muy rezagados y dónde deberíamos centrar nuestro esfuerzo: de inversión que no de gasto.