En los últimos años, cualquier documento estratégico sobre políticas públicas en prácticamente cualquier sector incluye la participación social y la gobernabilidad entre sus principios básicos (si bien es cierto, suele aparecer en los últimos lugares de esos listados, más o menos a la altura de la sostenibilidad o la igualdad de género). Se oye hablar de la necesidad de abrirse a la participación cuando se planean nuevas infraestructuras, cuando se diseñan planes directores o estrategias, cuando surgen conflictos sobre la ubicación de dotaciones de servicios sociales, al plantearse la reestructuración de espacios urbanos,ナ Ejemplos podemos encontrar en el caso del urbanismo (diseño de espacios públicos, revisión de planes generales,ナ), de las políticas de desarrollo local (Agendas 21 Locales, planes estratégicos, planes comunitarios,ナ), los planes de gestión ambiental (planes de ordenación de parques naturales o los planes de movilidad sostenible, por ejemplo), los planes de inmigración, etc. Es obvio que estos ejemplos están directamente relacionados con el entorno local, donde es más evidente la necesidad de construir redes en las que descansen las decisiones publicas, pero también a otros niveles se abren procesos de concertación, utilizando en estos casos formas de participación
¿Es un lugar común? ¿Una “imposición” de las nuevas modas que disfrazan las prácticas tradicionales de hacer política con nuevos lenguajes que parecen más sofisticados? ¿Un mal menor con el que hay que contar para poder sacar adelante decisiones que están tomadas de todas maneras? ¿Un peaje para que otras instancias puedan apoyar financieramente nuevos proyectos?
La participación se puede justificar desde muchos puntos de vista, básicamente desde dos argumentos: por un lado, es una respuesta ante el creciente desinterés y el alejamiento de los ciudadanos (principio democrático, podríamos llamarlo) y, por otro lado, es un elemento de garantía para el éxito de las decisiones (principio de efectividad). Desde luego, el primero de los argumentos tiene una importancia fundamental, y por sí mismo podría justificar el esfuerzo por mejorar la gobernabilidad. Sin embargo, me parece más interesante detenernos ahora a revisar si realmente el segundo de los principios, el de la efectividad, tiene también sentido. Porque podría suceder que a fuerza de sentir la”presión” por ser participativos, nos falte revisar si creemos que la participación ayuda, sirve, mejora.
Hay decisiones que no necesitan abrirse a la discusión, cuando la complejidad técnica y el conflicto social son mínimos (por ejemplo, un plan de introducción generalizada de luces de bajo consumo en la iluminación de las calles). En otros casos, la complejidad técnica es también menor o no hay discusión sobre ella, pero sí existe un nivel de conflictividad social alto (por ejemplo, la ubicación de un centro de atención socio-sanitaria para toxicómanos en un determinado barrio).Y obviamente, existen cuestiones de complejidad técnica y conflictividad social importantes, en las que hay fuertes riesgos de fracaso ante las incertidumbres de partida. En nuestro entorno más cercano nos encontramos con casos que podrían encajar en esta categoría, principalmente los proyectos relacionados con la construcción de grandes infraestructuras (el tren de alta velocidad, la Supersur, la incineradora de Txingudi, el puerto de Pasajes, etc.). Este tipo de iniciativas necesitan de un amplio consenso social, pero tampoco son fáciles de abordar desde los instrumentos y formas más tradicionales de la participación. Debería apostarse en este tipo de acciones por modelos de participación temprana y estratégica, y no sólo reactiva, puntual y proyecto a proyecto, como suele hacerse en otros procesos participativos más habituales. Los procesos que terminan en el debate “incineradora aquí sí, incineradora aquí no” son difíciles de gestionar desde la gobernabilidad, pero la discusión sobre las actuaciones en materia de gestión de residuos en un marco más general estable y a largo plazo es más fácil de abordar desde la participación constructiva. En otro momento podemos entrar más en detalle sobre qué implica esto.
Obviamente, ya no estamos hablado de participación en procesos relativamente sencillos y acotados en el tiempo; creo que esa asignatura está superada, digamos que con un cinco raspado en muchos casos, pues aún es necesario mejorar la práctica de esos procesos. Forman parte de la “forma de hacer” actual. El reto, sin embargo, está en las decisiones de mayor calado y ahí hace falta entender que es necesario alimentar de forma permanente la deliberación con las diferentes formas de enfocar las posibles soluciones a los desafíos del presente y del futuro.
La pregunta final que debemos hacernos es si la introducción de nuevos agentes en el proceso de decisión y la incorporación de intereses legítimos normalmente no representados en ese proceso han mejorado o no la decisión tomada. Pensemos en procesos de este tipo en los que hayamos estado involucrados (como institución promotora, como organización invitada, como institución dinamizadora del proceso, como ciudadanos particulares). ¿Ese plan tuvo durante su recorrido mayor apoyo gracias a la participación?, ¿las decisiones tomadas se enriquecieron con aportaciones nuevas?, ¿se generó mayor compromiso de los participantes?, ¿se entendieron mejor las decisiones?
Sería interesante compartir aquí estas experiencias entre todos y aprender de ellas.