11_11_2010Recuerdo de manera muy vívida cuando, en las notas del colegio, llevé a casa un diez en física. Habría sido perfecto si no hubiese estado acompañado de un setenta en  lengua, un ochenta en historia y un treinta en matemáticas, entre otras magnitudes, algunas de ellas no muy magnas.   Que la puntuación fuera sobre cien es algo que mis progenitores advirtieron con celeridad.  Todo es relativo podría haber alegado, con riesgo de mi integridad (física), pero creo que mis padres sabían que además de elementos relativos también hay constantes, y mi constante tenía una traducción lingüística de ese número diez: es usted un zote, pero con cariño.

En la adolescencia, ciertas fuerzas físicas actúan sobre los individuos con tanta energía como las tradicionales; la fuerza nuclear (fuerte y débil), el electromagnetismo y gravedad tienen que competir en intensidad e interés con las pulsiones hormonales. Pero ni siquiera éstas parecen hoy dispensa suficiente para haber desdeñado los fundamentos del mundo que me rodeaba.

A los quince años (y a los cuarenta), la indulgencia con los actos propios es un paraje muy cómodo en el que habitar. Fácilmente pudimos habernos excusado en la existencia de profesores desmotivados y programas plúmbeos.  Cierto, pero una vez superado el trago inicial de lo reglado nada impide descubrir aquello que ha sido tierra incógnita para nuestra granítica mollera.

Rayana con la mayoría de edad, llegó la coartada perfecta “los de ciencias” y “los de letras” fueron divididos en grupos, no sólo mentales, sino también físicos, en aulas separadas, con la excepción de los mixtos (cual sándwiches o peluquerías), pero también éstos con marchamo de ciencias o letras. Los guetos de bachillerato parecían competir con la idea de que la epistemología no puede ni debe ser amputada en sus límites, afortunadamente difusos.

Una vez interiorizada esta división, alguna vez, ante un discurso estructurado, científicamente profundo o matemáticamente lógico pero que no comprendemos, quienes somos de letras hemos manifestado nuestro supino desconocimiento esgrimiendo la nefasta frase de “yo soy de letras”. En cuatro palabras la oración viene a significar: mire, no le entiendo ni jota, pero carezco de la humildad suficiente para, primero; entender lo que usted dice, segundo; yo sé otras cosas que usted no sabe, y tercero; he desaprovechado una ocasión magnífica para callarme y aprender algo.

Es más, esta frase se espeta también cuando es notorio el desconocimiento del Excel, el ostracismo de los puntos seguidos en una redacción, o la incapacidad de dividir con dos decimales. Tiene gemelas en otros ámbitos, pero igual de lamentables en cuanto a su intervención,  por ejemplo, “yo soy de barrio”, para intentar justificar el derribo de los cimientos de la gramática latina o las faltas de respeto a tu interlocutor, todo ello  desgañitándonos a un volumen portentoso.

En el extremo opuesto nos encontramos personajes universales que han sabido moverse maravillosamente sin fronteras artificiales. Athanasius Kircher (S. XVII), tan genio o más que Leonardo, (pero sin código y sin best seller), enseñó filosofía, chino, griego, vulcanismo, magnetismo, la luz y más, mucho más.

También me gustaría recordar a Gottfried Wilhelm von Leibniz (a caballo entre los siglos XVII y XVIII), filósofo, matemático, jurista, bibliotecario y político alemán a quien la wikipedia denomina último genio universal.  Discutible lo de último toda vez que, entre el XVIII y  XIX, mi admiradoAlexander Von Humboldt, además de incansable aventurero legó a la humanidad etnografía, antropología, física, zoología, ornitología, climatología, oceanografía, astronomía, geografía, geología, mineralogía, botánica, vulcanología y cómo no, humanismo.

Para ellos las divisiones no existían, es más parece admitido que la filosofía y la física son hermanas. Una se lo pregunta todo y la otra tiene una pretensión no vana pero sí inconmensurable; explicarlo todo.  Ejemplos de este hermanamiento hay muchos, y al  encarnarlos me gustaría citar algunos recientes, del siglo XX. Por ejemplo, Bertrand Russell (lean “Elogio de la Ociosidad“, puede gustarles), o Erwin Schrodinger, premio nobel de física, filósofo de vocación y con gran influencia en la Biología por su libro “¿Qué es la vida?”.  Erwin gozaba de la buena compañía, la cerveza de calidad (aquí nuestro parecido con él) y de descubrir (parcialmente) el velo de la aparentemente caótica mecánica cuántica y su zoológico de partículas subatómicas.

Enumerando a estos fenómenos del conocimiento no se trata de propugnar su emulación, sino de desmitificar las fronteras y subrayar que la ciencia está cerca, y a nuestro alcance. En la televisión (gran programaTres Catorce), en podcast o radiouniverso paralelo,  la Aldea Irreductiblecon historia y ciencia deliciosamente mezcladas  y otros cientos que quien escribe desconoce.  Los libros científicos y los científicos mismos están haciendo un trabajo increíble en la unión de estos “multiversos” paralelos de letras y ciencia que parecen interaccionar poco últimamente. Conocemos a los pioneros de este país, como Punset,  y debemos admirar a gente comoJosé Manuel Sánchez Ron. Es éste un incansable divulgador; además de Físico ocupa el sugerente sillón G de la Real Academia Española de la Lengua y es miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.

Fuera de nuestro país permítanme citar a Michio Kaku, gran conocedor e investigador de la celebrada teoría de cuerdas. Además de su faceta de investigación, enseña, divierte y explica sin una sola fórmula conceptos apasionantes de la física actual, por ejemplo en su libro “Física de lo Imposible“.

En suma, todos estos materiales de divulgación están en las librerías, sí pero también en las bibliotecas, gratis, y a alcance de nuestras manos. Quedan pocas excusas para conocer nuestro mundo y, quien sabe, acaso otros que aún ni imaginemos.