h11_21709703Este agosto ha deparado un tema de debate de gran interés social. La cuestión del denominado モvoto inmigranteヤ, es decir de la eventual participación en comicios electorales de extranjeros regularizados en España.

La cuestión del voto de no-nacionales es un debate antiguo pero que, hasta ahora, se había circunscrito al ámbito de los extranjeros de la UE residentes en España.

Ahora, la cuestión es más conflictiva por tanto que se trata de extender ese derecho a ciudadanos no europeos procedentes muchos de ellos de países con los que no se tiene ningún acuerdo de reciprocidad.

El planteamiento auspiciado por el Gobierno Zapatero es, sin duda, valiente por cuanto ataca las bases de la sacralizada nacionalidad y la enfrenta al más avanzado concepto de ciudadanía. El derecho al voto es un elemento esencial en democracia y extender ese derecho al mayor número de con-ciudadanos debería ser objeto de orgullo y alegría entre todos los que formamos parte de esta sociedad.

Nuestras calles son cada vez más multicolor y lo que para algunos es muestra de riqueza y oportunidad para otros sigue suponiendo una amenaza y una especia de degradación cultural. Con independencia de esos juicios de valor (no seré yo el que cuestione que la cultura castellana, murciana o manchega es extraordinariamente más rica que la subsahariana, china, eslava o latinoamericana), nuestra sociedad está conformada por personas y, en Europa, esas personas adquieren la categoría de ciudadanos al dotárseles de  derechos y también de una serie de responsabilidades. Su origen no es criterio de discriminación.

Algunos políticos de partidos conservadores (quizás pillados desprevenidos) plantean el debate como algo cuando menos estrafalario fruto de algún tipo de enajenación estival. Otros más progresistas pero con marcadas tendencias nacionalistas se debaten entre apostar por la igualdad o por la igualdad de casi todos. El resto sigue de vacaciones o prefiere no quemarse aún con un tema tan delicado.

El derecho al voto es una conquista de nuestra sociedad. Así lo refleja la propia Constitución española (que, nada menos que desde 1978, prevé el voto de extranjeros) y es, en todo caso, alarmante que haya millones de personas residentes en España que aún estén privados de ese derecho.

Personalmente, me alegro de que se abra este debate y de enmendar esta ilegalidad. No acabo de entender, sin embargo, porque se circunscribe solamente a las elecciones municipales y no al resto de comicios. No veo que diferencia hay entre un vasco residente en Barcelona y un argentino en Granollers a la hora de elegir al president de la Generalitat. Sus promotores se escudan en que es así como lo recoge la Carta Magna. Pues si es así, se cambia y punto, que tampoco parece tan grave modificar una ley de hace 30 años y, de hecho, se está pensando cambiar en otras cuestiones.

De todas formas, no quiero desviar el debate. Permitir votar al extranjero es, hoy día, una propuesta valiente, comprometida y, casi casi, transgresora. Debemos felicitarnos de que se haya planteado.