Este artículo llega tarde. Es un rezagado que ha sufrido una transformación, si no necesaria, muy grata y enriquecedora. Al menos para su autor. La versión original quiso alumbrarse en junio de dos mil nueve para el día del medio ambiente, pero cierta desorientación y empeño ingenuo por la veracidad lo retrasaron hasta hoy.
El primer escrito fijaba su atención en Seattle, sede de la caja de ahorros norteamericana Washington Mutual. La caja había protagonizado una de las mayores quiebras mundiales en el ciclo recurrente de avaricia y saqueo que, en una proeza del eufemismo, se enuncia actualmente como crisis.
El nombre de la ciudad de Seattle conmemora a Noah Seathl (1786? – 7 de junio, 1866) jefe Indio de los Suquamish y Duwamish. Un personaje, éste, converso al cristianismo y discutido ocasionalmente entre los suyos, pero que ha tenido una influencia inusitada hasta nuestros días.
Se le atribuye a Seahtl la autoría de una carta dirigida al entonces presidente norteamericano a través del gobernador territorial. En ella abundan párrafos hermosísimos rodeados de duras verdades aderezadas también con grandes muestras de inteligencia y arrojo.
“El gran caudillo de Washington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El gran caudillo nos ha mandado también palabras de amistad y de buena voluntad. Apreciamos mucho esta delicadeza porque conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad. Queremos considerar su ofrecimiento, pues sabemos que si no lo hiciéramos, pueden venir los hombres de piel blanca a tomarnos las tierras con sus armas de fuego. Que el gran caudillo de Washington confíe en la palabra del líder Seattle con la misma certidumbre que espera la vuelta de las estaciones. Mis palabras son inmutables como estrellas.
Como podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Se nos hace extraña esta idea. No son nuestros el frescor del aire ni los reflejos del agua. ¿Cómo podrían ser comprados? Lo decidiremos más adelante. Tendríais que saber que mi pueblo tiene por sagrado cada rincón de esta tierra. La hoja resplandeciente; la arenosa playa; la niebla dentro del bosque; el claro en la arboleda y el zumbido del insecto son experiencias sagradas y memorias de mi pueblo. La savia que sube por los árboles lleva recuerdos del hombre de piel roja.
Los muertos del hombre de piel blanca olvidan su tierra cuando empiezan el viaje en medio de las estrellas. Los nuestros nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos un pedazo de esta tierra; estamos hechos de una parte de ella. La flor perfumada, el ciervo, el caballo, el águila majestuosa: todos son nuestros hermanos. Las rocas de las cumbres, el jugo de la hierba fresca, la calor de la piel del potro: todo pertenece a nuestra familia.
Por esto, cuando el gran caudillo de Washington manda decirnos que nos quiere comprar las tierras es demasiado lo que nos pide. El gran caudillo quiere darnos un lugar para que vivamos todos juntos. El nos hará de padre y nosotros seremos sus hijos. Hemos de meditar su ofrecimiento. No se nos presenta nada fácil ya que las tierras son sagradas. El agua de nuestros ríos y pantanos no es sólo agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendiésemos las tierras, haría falta que recordaseis que son sagradas y lo tendríais que enseñar a vuestros hijos y que los reflejos misteriosos de las aguas claras de los lagos narran hechos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre [… ]
Queremos considerar vuestra oferta de comprarnos las tierras. Si decidiéramos aceptarlo tendré que poneros una condición: que el hombre de piel blanca mire a los animales de esta tierra como hermanos.
Soy salvaje, pero me parece que tiene que ser así. He visto búfalos a miles pudriéndose abandonados en las praderas; el hombre de piel blanca les disparaba desde el caballo de fuego sin ni tan sólo pararlo. Yo soy salvaje y no entiendo por qué el caballo de fuego vale más que el búfalo, ya que nosotros lo matamos sólo a cambio de nuestra propia vida. ¿Qué puede ser del hombre sin animales? Si todos los animales desapareciesen , el hombre tendría que morir con gran soledad de espíritu. Porque todo lo que les pasa a los animales, bien pronto le pasa también al hombre. Todas las cosas están ligadas entre sí.
Haría falta que enseñaseis a vuestros hijos que el suelo que pisan son las cenizas de los abuelos. Respetarán la tierra si les decís que está llena de vida de los antepasados. Hace falta que vuestros hijos lo sepan, igual que los nuestros, que la tierra es la madre de todos nosotros. Que cualquier estrago causado a la tierra lo sufren sus hijos. El hombre que escupe a tierra, a sí mismo se está escupiendo.[…]
Si ensuciáis vuestra cama, cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios deshechos. Pero veréis la luz cuando llegue la hora final y comprenderéis que Dios os condujo a estas tierras y os permitió su dominio y la dominación del hombre de piel roja con algún propósito especial. Este destino es en verdad un misterio, porque no podemos comprender que pasará cuando los búfalos se hayan extinguido; cuando los caballos hayan perdido su libertad; cuando no quede ningún rincón del bosque sin el olor del hombre y cuando por encima de las verdes colinas nuestra mirada encuentre por todas partes las telarañas de hilos de hierro que llevan vuestra voz.
¿ Dónde está el bosque espeso? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. ¡Así se acaba la vida y empezamos a sobrevivir!”
Su estética y plasticidad, el panteísmo dimanante, las referencias a la teoría de Gaia, y su pasmosa actualidad, aumentaron mi curiosidad sobre un texto realmente sorprendente.
Comencé una búsqueda de la fuente original, confundido por las múltiples traducciones y versiones. Con inestimable y desinteresada ayuda descubrí que un tal Ted Perry, guionista para la película sobre ecología Home (1972), había modificado su contenido. Además había versiones de 1960, 1980 junto con mucha desinformación en general.
Avanzando en el tiempo, pero hacia atrás, apareció el primer texto en Inglés: una publicación de 1887 que recoge una transcripción literal del periódico The Seattle Sunday Star, de 28 de octubre de ese mismo año (Puede consultarse por internet en la Biblioteca de la Universidad de Washington).
Pues bien, su autor, Henry A. Smith estuvo presente en el discurso primigenio de 1854; treinta y dos años después acierta a poner por escrito el contenido, a partir de unas supuestas notas cogidas a vuela pluma (suponemos que india). Si a la dilación añadimos que el discurso original fue en el idioma Lushootseed, traducido a su vez probablemente al Chinook y de ahí al Inglés, todas las palabras originales se nos han podido escurrir como granos de arena entre la mano abierta.
Una primera decepción se tornó en positiva revelación en unos meses. Creo advertir ahora que no es el texto original, la epigrafía fija, lo que hace eterno a una sucesión de oraciones más o menos contrastadas, sino el fondo, lo que representa para su lector y transformador. Primero se interioriza, nos conmueve y sus sucesivas glosas y adaptaciones lo hacen perdurar.
Lo que en un primer momento parecía excepcional y fraudulento me mostró su paralelismo con los textos más importantes de la historia. Las formulaciones originarias son quimeras y sus interpretaciones literales no sólo producen aberraciones sino que son una ensoñación ocasionalmente forzada a demanda.
Seguramente, el texto más vendido y probablemente leído; nuestra Biblia actual debe tanto a San Jerónimo, al Concilio de Nicea, a la Vulgata o a la Neo Vulgata cuanto a cientos y cientos de censores, traductores, editores, calígrafos, escribientes o copistas. Han sido legión. Perdónenme la irreverencia pero su carácter notablemente adulterado hace que sea muy poderosa, versátil y actual por los siglos de los siglos.
Incluso hoy, quienes han revisado los discursos actuales que pasarán a la Historia, como los del Presidente Obama (¿o deberíamos decir del Joven Jon Favreau?, el San Jerónimo de sus discursos), advierten paralelismos con alguna de las apócrifas versiones de nuestra carta india al exaltar “las tranquilas aguas de paz” o “los héroes que susurran a través del tiempo”.
Definitivamente hay mucho escepticismo sobre las grandes frases célebres sean de Napoleón o del mismo Julio César. Su contexto es claro, pero daría más de un dupondio por saber qué captaban, en impulsivo dictado, tres o cuatro escribientes sobre tablas de madera cubiertas con cera a la luz de la vela. Así, parece lógico que se copiaran entre ellos como colegiales nerviosos, ya que de lo contrario no nos quedaría ni una hoja entera de las guerras gálicas ni existiría Astérix. Alabados sean por tanto aquellos inventivos amanuenses.
Sin embargo, el aparente escepticismo reflejado anteriormente sí nos regala una evidencia. La obsesión por la fidelidad absoluta de la copia documental es en ocasiones vana, más aun si goza de cierta longevidad y difusión. Todo discurso, enseñanza, documento o texto está vivo y puede ser plagiado o manifiestamente parcial e inexacto. Éste incluido.