En la actualidad, el principal argumento para defender políticamente la inversión en ciencia y tecnología y/o criticar los recortes presupuestarios en este ámbito es muy directo y fácil de entender: la inversión en investigación hará que nuestras empresas sean más competitivas, nos ayudará a salir más rápidamente de la crisis en la que estamos y facilitará la necesaria transformación de nuestro obsoleto sistema productivo.
Pero en mi opinión este argumento tan utilitarista es un dardo envenenado que se está volviendo en contra de la causa que defiende. No porque no exista una estrecha relación entre investigación y desarrollo económico y social que la hay y muy poderosa (basta ver la estrecha correlación existente entre inversión en I+D y grado de desarrollo de los países, aquí), sino porque ésta no se produce ni en el corto plazo, ni acotada a unas fronteras territoriales concretas y ni siquiera en la dirección en la que podríamos esperar de antemano. Por eso es realmente muy fácil bajarla en la escala de prioridades y dejarla para tiempos mejores. Porque no olvidemos que los gestores públicos están aquilatadas por el control inmediato del déficit público; incrementar los ingresos o disminuir los gastos y la inversión en investigación no ayuda ni en la primera dirección, ni tampoco en la segunda..
Por otro lado, si la justificación de la inversión en I+D es fundamentalmente económica, no resulta ilógico que los poderes públicos insistan en un mayor grado de compromiso de la iniciativa privada en su financiación. Vemos, de este modo y cada vez más a menudo, como a muchos dirigentes de centros de investigación se les demanda la misión imposible de cubrir su agujero financiero, causado por los recortes presupuestarios, con inversiones privadas que nunca llegan en cantidad suficiente y que acaban resolviéndose con ajustes de gastos, despidos de investigadores y precariedad creciente de la investigación realizada. Y esto sucede porque la mayoría de las veces se olvida que las empresas invierten con criterios de rentabilidad económica, que difícilmente casan con proyectos de investigación que si algo les caracteriza es su elevado grado de incertidumbre y riesgo asociado. Esto no implica, ni mucho menos, que la financiación privada de la investigación no tenga recorrido en Europa y en España, que lo tiene y grande. Pero pensar que ésta llegará para atender urgencias y tapar agujeros es una gran insensatez y mucho más en la situación de crisis económica en la que estamos sumidos.
Por otro lado, postular la ciencia como un mero instrumento al servicio de la competitividad conduce irremediablemente a la sacralización del mercado como “tótem” que discrimina la “buena ciencia”, la que tiene mayor potencial de aplicación, de la “mala o inservible”. Lo que mirado desde la historia, muestra una clara falta de perspectiva; las innovaciones empresariales más disruptivas que han cambiado el rumbo de los mercados no se producen de modo aislado, sino que son el resultado de la interacción de numerosos nodos en un sistema global en el que se unen muy diversas disciplinas y cuya motivación principal y más potente es la curiosidad y el avance del conocimiento y no tanto el lucro económico.
En mi opinión, las razones como país, para invertir en ciencia y tecnología las tenemos que fundamentar en raíces profundas de rentabilidad social de largo plazo que van más allá de la mera competitividad empresarial y que tienen en cuenta el avance de la cultura y el conocimiento, el desarrollo de las personas y la consolidación de nuestra propia civilización. Y si esto fuera realmente así, el elevado coste político -importantes y numerosas críticas colectivas y no de colectivos interesados- impediría las excusas a las que los dirigentes públicos nos tienen acostumbrados para eludir su propia responsabilidad.