Según datos del INE, el gasto en I+D que financian las administraciones públicas en España ha pasado de crecer muy por encima de lo que lo hacía la economía antes de la crisis (siete puntos porcentuales más que el PIB nominal en 2007), a estar claramente por debajo en 2010 (últimos datos disponibles) y con perspectivas de que la tendencia vaya todavía peor en los nuevos presupuestos públicos.
A las primeras de cambio, y llevados por la inercia, nos estamos olvidando de lo fundamental. La grave crisis económica nos llegó de la mano de la quiebra financiera internacional, pero muy rápidamente se pusieron de manifiesto los importantes déficits estructurales de nuestro sistema productivo en los que se encuentra el “kid de la cuestión”: por un lado, un excesivo peso y dependencia del sector de la construcción artificialmente hinchado y cuya burbuja de precios especulativos nos ha explotado en las manos y, por otro, unos bajos niveles de productividad en los principales sectores industriales que dificultan la competitividad de las empresas a nivel internacional.
Somos más pobres (nuestro stock de viviendas se ha devaluado no menos de un 30% y el IBEX35 ha caído casi el 50% de su valor), los niveles de producción han caído sustancialmente (en 2011, el PIB en términos reales no supera todavía al de 2007) y tendremos que ajustar los gastos así como también las inversiones tanto públicos, como privados al nuevo estado de ingresos (91.344 millones de euros de déficit público del conjunto de las Administraciones públicas en 2011, muy por encima de los compromisos internacionales), pero si éstas últimas se aparcan y/o no se orientan adecuadamente corremos el riesgo de entrar en una peligrosa espiral de recortes, depresión y, de nuevo, recortes.
La clave poner en marcha políticas activas que contribuyan a la creación de empresas y a ser más productivos pero éstas sólo serán posibles, si a la vez somos capaz de abandonar o disminuir sustancialmente un buen número de partidas de gasto para liberar los fondos que se necesitarán: El momento de la política industrial con mayúsculas ha llegado.
Podemos esperar resultados a corto plazo en proyectos de apoyo a las personas emprendedoras y en el impulso de la innovación empresarial, pero también tenemos que alzar la mirada y apostar por la educación, así como por la ciencia y tecnología que son los pilares fundamentales de la nueva economía global del conocimiento.
Así tenemos que mimar a los emprendedores, facilitarles itinerarios asumibles y brindarles la oportunidad de probar y confrontar su proyecto con el mercado. El emprendedor necesita apoyo y coaching, un lugar adecuado dónde instalarse, financiación, apoyo tecnológico… y, sobre todo, precisa que le demos confianza para que sus ideas se conviertan en empleos y riqueza.
Por su parte, las mejoras de productividad en nuestras empresas vendrán porque somos capaces de reducir nuestros salarios y en muchos casos así tendrá que ser, pero la opción estratégica y de futuro consiste en aportar valor diferencial en el mercado con nuevos productos, con modelos de negocio que aprovechan oportunidades y, en particular, el potencial de Internet, con formas de organización que se sirven al máximo del potencial creativo de sus personas, con empresarios capaces de unir experiencias exitosas y ganar economías en redes complejas. En definitiva, con una sociedad innovadora que se une en partenariados público privados que pugnan por construir un eco-sistema avanzado de innovación y hacer realidad proyectos empresariales competitivos globalmente.
La I+D está en los discursos políticos, pero no existe un discurso sobre la I+D que es algo que queda bien, pero que casi nadie toma realmente en serio. Nuestro sistema de investigación merece ser un foco central del debate público, pero no precisamente por la magnitud de los recortes, sino por la magnitud de la apuesta que se realiza. Por un lado, contamos con algunos polos de excelencia investigadora, pero precisamos verdaderas cadenas de valor de conocimiento y tecnología con suficientes masas críticas y orientadas a la generación y aportación de valor real a la sociedad. Se ha avanzado en la vinculación entre la sociedad, las empresas y el mundo de la investigación, pero falta una conexión efectiva para que el sistema de investigación se convierta en un auténtico agente de transformación, garante del futuro. Finalmente tendremos que cambiar el sistema institucional y de gobernanza de la investigación, pero con un rumbo cierto y sostenido en el que se prime la profesionalización, la calidad, la internacionalización, la excelencia y el logro de resultados, elementos todos ellos en los que se podría encontrar el suficiente grado de acuerdo social.
Finalmente, existe un gran consenso sobre la necesidad de cambios en la educación como lo demuestra el ranking de nuestros estudiante en las evaluaciones PISA (por debajo de la media de la OCDE) y los datos estadísticos de fracaso escolar (el 31% de los jóvenes no finaliza la secundaria) que son simplemente el reflejo de una sociedad que no valora y apuesta suficientemente por la formación. Tenemos que alinear la apuesta por la radical transformación del sistema productivo, con una completa reestructuración de la educación a todos los niveles para que personas bien formadas alimenten empresas innovadoras, a la vez que construimos un nuevo tejido productivo que ilusiona con empleos de calidad y bien remunerados.
Estamos todavía muy lejos de un sistema que motive el emprendimiento, de momento, la innovación no deja de ser una rara excepción en nuestro tejido empresarial y la investigación y la formación precisan de profundas y radicales transformaciones. Avanzar en estos campos exige liderazgo, convencimiento y grandes transformaciones institucionales, pero poco conseguiremos si no somos capaces de priorizar e invertir generosamente en ello en estos momentos de crisis.