La taxonomía, instrumento complementario para articular un mix óptimo basado en la eficiencia, la suficiencia y las renovables

En la actualidad nuestra sociedad ha de hacer frente a uno de los procesos de transición energética más importantes de la historia. El reto es equiparable al comienzo del uso de combustibles fósiles para el transporte o el del gas natural para la calefacción y la industria. La política energética debe, en este contexto, buscar el bienestar para la comunidad y favorecer el interés general y hacerlo de una manera objetiva e independiente. 

Existen diferentes fuerzas o “drivers” que van a guiar este cambio pero los principales tienen que ver con el cambio climático, los costes del proceso y la soberanía energética (esta última deriva en otros muchos factores como la calidad de vida o la competitividad de las empresas entre otros).

Los impactos ambientales de las distintas fuentes de energía  plantean importantes  matices a la creencia generalizada de que las soluciones renovables (fotovoltaica, eólica o hidroeléctrica por mencionar alguna) tienen menor o nulo impacto ambiental.

Acudimos a la taxonomía de la UE para intentar aclarar conceptos. La taxonomía de la UE es un sistema de clasificación que establece una lista de actividades económicas ambientalmente sostenibles. La taxonomía aborda más cuestiones que únicamente la acción climática o ambiental (incorpora criterios geopolítico-energéticos o de competitividad territorial, entre otros) aunque la idea que subyace es contribuir a “crear seguridad para los inversores, proteger a los inversores privados del greenwashing, ayudar a las empresas a ser más respetuosas con el clima, mitigar la fragmentación del mercado y ayudar a trasladar las inversiones a donde más se necesitan”. En concreto, la taxonomía distingue tres tipos de actividades: bajas en carbono (Artículo 10(1)), transitorias (Artículo 10(2)) y facilitadoras (Artículo 16).

En febrero de este año la Comisión Europea presentó un acto delegado complementario a la taxonomía climática sobre la mitigación del cambio climático y la adaptación al mismo . En dicha disposición se incluyeron específicamente las actividades relacionadas con el gas y la energía nuclear como actividades que formaban parte de la taxonomía de actividades ambientalmente sostenibles. En el caso del gas y la energía nuclear, fueron incluidas dentro del artículo 10(2), como transitorias. Es decir, se espera que su inclusión sea temporal y sirvan para desviar esfuerzos de otras fuentes más contaminantes como el carbón. La polémica poco tardó en acudir a su cita. 

En el caso del gas es complicado dar con argumentos convincentes para su incorporación a la lista de tecnologías verdes. El principal argumento a favor de su incorporación ha sido la necesidad de desviar financiación de otras fuentes energéticas mas contaminantes como el carbón. Pero lo cierto es que en estos momentos no se observa un sustento estratégico para dicho impulso ni desde el punto de vista económico/costes (tanto a nivel de construcción de infraestructuras como en operativa existen soluciones más atractivas), ni desde el punto de vista geopolítico (dependencia de países con situaciones inestables) ni desde el punto de vista medioambiental (existen soluciones provenientes de otras tecnologías que presentan menores impactos).

Parece comprensible que deba continuar usándose en el mercado, y más en procesos industriales muy intensivos en energía donde quizás las renovables aún no sean capaces de dar respuesta (por ejemplo, cementeras que necesitan altas temperaturas en sus procesos productivos), pero de ahí a facilitar su escalabilidad parece no estar muy justificado desde el punto de vista de la planificación y puesta en marcha de políticas públicas energéticas. Si bien puede desviar fondos destinados al carbón, también puede hacerlo de energías renovables con menor impacto ambiental.

El caso de la energía nuclear es un debate mucho más complicado y controvertido, si cabe. El principal argumento que se le achaca a la energía nuclear es que no cumple con uno de los tres criterios necesarios para ser catalogada como sostenible. Concretamente, el de no dañar significativamente otros objetivos medioambientales. Este ha sido el argumento histórico contra este tipo de energía, además del propio de las alertas de seguridad y el coste de producción.

Sin embargo, encontramos relevantes estudios  de impacto ambiental que avalan el atractivo de esta solución porque el tratamiento de los residuos y el decomisado de las plantas (su seguridad en general) ha mejorado considerablemente en los últimos años. Así, en el estudio de análisis de ciclo de vida llevado a cabo en 2021 por la Comisión Económica de las Naciones Unidas para Europa (UNEC por sus siglas en inglés), se apunta a la nuclear como una de las soluciones con menor impacto ambiental (véase la figura 53 del estudio). El estudio es, además, conservador en su enfoque ya que recoge el ciclo de vida completo de las plantas nucleares, excluye el potencial de reciclado de materiales tras el decomisado y asume que todo el combustible es primario.  Por supuesto, la contabilización de los residuos nucleares y sus impactos siempre serán materia de debate y por el momento es difícil de medirlos de manera completamente objetiva e independiente.

Figura 1. impactos ambientales normalizados del ciclo de vida, ponderados por 1 TWh de producción, por tecnología Europa, 2020

No obstante lo anterior hay que señalar que este aumento en la seguridad e impacto ambiental de la energía nuclear no ha sido gratuito. Mientras que otras fuentes de energía renovable han ido abaratando sus costes de implementación a través del aprendizaje, la nuclear los ha seguido aumentando.

También es poco atractiva su estructura de costes, que implica una inversión inicial alta que generalmente debe ser parcialmente soportada desde el ámbito público (es muy difícil encontrar agentes privados dispuestos a apalancarse en esas dimensiones en un proyecto con tanta incertidumbre) tanto en su construcción como en el decomisado. Esto deja un legado de costes innecesarios a la ciudadanía cuando a priori podrían existir otras tecnologías que, combinadas con la eficiencia energética (aspecto crucial este último que no va a tratarse en este artículo), podrían evitar la necesidad de invertir dinero público en una tecnología que genera residuos contaminantes a gestionar y costes a futuro.

Desde un punto de vista de soberanía energética, la energía nuclear pudiera tener un pase a su favor aunque no sin grandes dificultades para implementarla sin oposición de la ciudadanía, lo que retrasaría operativamente una tecnología ya de base con unos tiempos de implantación lentos. Este factor tiempo es importante a nivel geopolítico pero especialmente a nivel medioambiental, ya que los gases de efecto invernadero pueden causar efectos irreversibles si no se logran los objetivos de reducción de emisiones a tiempo.

Figura 2. Evolución del Precio de la electricidad de nuevas plantas energéticas

En consecuencia, el punto de vista económico-financiero (los costes) puede llegar a justificar el mantenimiento de las plantas nucleares en activo donde la inversión principal (la inicial) ya se ha realizado pero no parece dar vía libre a nuevas plantas nucleares con permiso de construcción previos a 2045 como recoge la taxonomía.

Hannah Ritchie, Max Roser y Pablo Rosado (2022) explican en un estudio sobre la energía nuclear cómo las energías impactan sobre la salud humana a través de la contaminación del aire, de las emisiones de CO2 y de los accidentes. No sería raro pensar que la energía nuclear tuviera la peor prensa precisamente por este ultimo aspecto. La ciudadanía europea en general está muy sensibilizada con los dos principales accidentes de Chernobyl en 1986 y Fukushima en 2011. Tampoco es nada descabellado ser desconfiado con esta tecnología teniendo en cuenta que el último accidente ha sido hace solamente 12 años.

Figura 3. tasas de mortalidad por unidad de producción de electricidad

Aún así, los autores del estudio aportan también datos donde se puede observar como la energía nuclear es, tras la solar, la que menos muertes causa (las tasas de mortalidad se miden en función de las muertes por accidentes y la contaminación del aire por teravatio-hora, TWh, de electricidad.). Por supuesto, datos no libres de polémica, ya que las muertes absolutas estimadas relacionadas con los desastres nucleares siempre han sido cuestión de debate. Sin embargo, sí que parece razonable pensar que la energía nuclear es más cercana a las energías renovables que a los combustibles fósiles en cuanto a seguridad y salud se refiere1.

Lo que parece estar más claro a la vista de indicadores ambientales y de seguridad y salud (otra cuestión es el coste) es que la energía nuclear tiene mayor cabida que el carbón o el combustible fósil, y de hecho, ese es el principal argumento de sus impulsores. Otra cuestión muy diferente es si su incorporación en la taxonomía puede asegurar una generación de energía nuclear óptima. Los propios autores del estudio lanzan también una conclusión muy reveladora en su artículo:

“Ninguna fuente de energía es completamente segura. Todas tienen impactos en la salud humana en el corto plazo, bien a través de la contaminación del aire o bien a través de accidentes. Y todas tienen impactos a largo plazo al contribuir al cambio climático”. 

Lo cierto es que prácticamente el conjunto de las soluciones renovables tienen impactos ambientales negativos (o producen daños sociales irreparables2). Una realidad dura de escuchar pero con cierta evidencia científica. Exagerando un poco, la única solución que cumpliría todos los criterios de la taxonomía europea sería la eficiencia energética. Es decir, no existe por el momento una única solución energética milagrosa libre de impacto en la salud o el medioambiente. De hecho, es probable que a medida que aumenta la implementación de muchas de las energías renovables, aparezcan nuevas problemáticas ambientales, sociales o económicas no contempladas hasta la fechas.

Desde este escenario de incertidumbre donde todas las soluciones tienen “costes” y “beneficios”, una opción estratégica necesaria (que no suficiente) es la diversificación de fuentes. Al igual que desde el punto de vista económico o de soberanía energética, la diversificación parece ser un buen método para afrontar y reducir la incertidumbre, lo mismo puede aplicarse a la dimensión ambiental.

Pero si la diversificación es una posible solución, ¿es la taxonomía un instrumento adecuado para asegurarla? Quizás no sea suficiente con catalogar las energías y dejar que el mercado ejecute a su criterio. Este puede generar descompensaciones e inversiones considerables difíciles de revertir. De hecho, un instrumento como la taxonomía no está muy claro hasta qué punto aporta flexibilidad e inmediatez en las actuaciones, ya que como bien se sabe, los mercados tienen rigideces y no necesariamente responden de inmediato a señales que se emitan a través de este tipo de instrumentos. Por ello, debe tratarse como lo que es, un instrumento complementario que debe apoyar a otra serie de instrumentos e incentivos.

En definitiva, es imprescindible el control exhaustivo de la evolución del mix de fuentes de generación energética para asegurar que se minimizan los impactos medioambientales que acarrean.

Diversificar las fuentes de energía renovable y hacer un seguimiento exhaustivo de los impactos ambientales, asegurando que estos también se diversifican y se mantienen en niveles aceptables (o razonables) puede ser un enfoque prudente y que se alinearía con lo que nos dice la ciencia. Todo ello, por supuesto, acompañado siempre de una premisa y compromiso con la reducción del consumo energético a través de la eficiencia y la suficiencia.


(1)  De hecho, la energía hidroeléctrica, está considerablemente menos estigmatizada que la nuclear y muestra mayor tasa de mortalidad. Este hecho se debe, al igual que en el caso de las nucleares, a un gran accidente como fue el de Banqiao Dam en 1975. La menor estigmatización de esta energía probablemente tenga que ver con su lejanía en el tiempo y el lugar donde tuvo lugar.

(2) Un buen ejemplo es la electrificación del vehículo y la presión que está poniendo sobre ciertos materiales críticos. Y ya no solo desde un punto de vista ambiental, sino también relacionados con los derechos humanos y las condiciones en las que se trabaja en las minas de cobalto del Congo, uno de los minerales necesarios para la producción de las baterías de los vehículos eléctricos.